Coincidencialmente, Luz Machado, nació y murió en tiempos de eclipse.
Ella quería, al final de sus días, ser
piedra en vez de polvo, para seguir, como en los viejos templos, presente y
fuerte contra los cataclismos.
Quería también, de pronto, estar
desprovista de conocimientos, vivir sola y solo en la imaginación donde el
hombre tiene su mundo aparte y ella la rectoría de los siglos. Imaginar con la
cabellera suelta, sin panela, sin esa sombra leve de la alegría que hacia su
media luna en su rostro, sino en su abrigo de primavera, ligero y claro, libre
por la calle, con los pasos presurosos, como si fueran semillas de moriche
esparciéndose y delineando el caudal para que no lo tiente el desbordamiento
por la yerba milenaria. Y así ha sido. Ahora que ha muerto lo sabemos. La
muerte que tanto la desesperaba y más aún el ver morir. La desesperaba no saber
hallarse después otra vez. La desesperaba esa otredad de la que nunca se vuelve
para hablarnos y saber si el camino es lento o rápido hacia la nada.
La escritora bolivarense murió
en Caracas, el miércoles 11, a la edad de ochenta y tres años y seis meses,
pues había nacido el 3 de febrero de 1916. Hija del ilustre jurisconsulto José
Gabriel Machado, descendiente director del prócer de la independencia José
Tomás Machado. También ella, tal vez sin proponérselo, sino por su exquisita
sensibilidad literaria, llego a ser notable a través de su tiempo vital que
traspuso la octogenariedad. Digna longevidad como la de sus ancestros, con los
cuales, eslabona la continuidad de un extraordinario aporte, universalizado al
ámbito nacional, en esta caso, el aporte de su extensa y acendrada producción
literaria que le mereció en 1946 el Premio Municipal de poesía en Caracas y
1986 el Premio Nacional de literatura.
Luz Machado me contó en vida
haber nacido en la parte más alta de Ciudad Bolívar, en el instante que salía
el sol de un eclipse y, extraordinaria
coincidencia, su muerte también ha ocurrido en ese momento en que el sol fue
eclipsado por la luna. Nada simbólicamente más elocuente, por haber nacido
justamente cuando el sol salía de un eclipse, sus padres, el doctor José
Gabriel Machado y Maria Sofía Aguilera Alcalá de Machado, la bautizaron con el
nombre de Luz. Y Luz se ha quedado desde que nació casa llena de reminiscencias
que envuelven toda la época de su tatarabuelos, el Capitán de Navío José Tomás
Machado, diputado del Congreso de Angostura y firmante de la ley que creo la
Gran Colombia; de su bisabuelo, Serapio Machado, quien fue gobernador de la
Guayana al igual que su abuelo Tomás Machado Núñez.
Luz Machado, con quien tuve una
comunicación continua y fluida recordaba en vida una infancia feliz en una
Ciudad Bolívar tranquila, sin más ruidos que los sonidos gratos de un
pico-de-plata entre los helechos colgantes en el dintel del patio y de las
campanas de la Catedral, de una dimensión extraordinaria, porque además, de su
hermosísimo sonido, era anuncio constante del tiempo sucesivo, pasando, y de
todo cuento era atinente a la finitud mortal. Su infancia transcurrida entre la
austera vida domestica de su casa, los profusos acontecimientos religiosos de
la Catedral, donde su hermana mayor era organista; velada benéfica en el Teatro
Bolívar, el Colegio de doña Isabel Rivas Salom, el taller de manualidades de
Maria de las Nieves Machado de Guevara, la Escuela Federal Graduada Zea que
dirigía Anita Ramírez, cuya cercanía
ejercido influencia en su iniciación literaria, y que otros paseos por los hoy menguados ríos
Marhuanta, San Rafael y baños de Candelaria y la Mariquita.
Luz Machado se ausento de Ciudad
Bolívar al casarse a la edad de quince años con el poeta y político guanareño,
Coromoto Arnao Hernández, a quien conoció cuando tenía la ciudad por cárcel,
después del alzamiento del General Gabaldón en 1929.
“El Sol, hermana Luz ¡y no te
asombres! Te dejo claridad hasta en el nombre y todo el fuego suyo en las
pupilas”. Ambos se fueron entonces a vivir en Barquisimeto y de ese matrimonio
nacieron Nora, en Guayana; Luz, Yanette y Mariela, en Barquisimeto; Gonzalo y
Dulce Maria, en Caracas.
En la llamada ciudad de los
crepúsculos vivió seis años y allí curso estudios y obtuvo su grado de
bachiller. Entre sus profesores recordaba al chileno Humberto Parodi, director
del liceo; y a los venezolanos Alberto Arvelo Torrealba, Esteben Augusto
Freites, Albero Castillo Arráiz, Manuel Cordido y al pintor Rafael Monasterios.
El tercer año lo estudio en el liceo de Unda de Guanare y así, entre un lugar y
otro de Venezuela, transcurría su existencia, estudiando, dando conferencias,
ofreciendo recitales y escribiendo libros y artículos para periódicos y
revistas.
Conoció parte de Europa,
especialmente Italia, Francia y España. Crónicas de este último país fueron
publicadas en los diarios “El Universal” y “La Republica”. Cuando vivió en
Bogotá publicó sus crónicas en “El Nacional” y finalmente en “El universal”.
La poeta que comenzó a dar sus
pininos en la revista “Alondras” de
Anitas Ramírez, escribió y publico los siguientes libros: Ronda (1941),
Variaciones en tono de amor (1943), Vaso de Resplandor (premio Municipal de Poesía
1946), La espiga Amarga (1950), Canto al Orinoco (Santiago de Chile, 1953), La
Casa por dentro y Poemas Sueltos (1965),
Sonetos a la sombra de Sor Juana de la Cruz (1966), La Ciudad
instantánea (1969), Soneterío (Cien Sonetos, 1973), Retratos y Tormentos
(1973), Palabra de Honor (1974), A Sol y a Sombra (1992). A estos hay que sumar
los libros de prosa cartas al Señor tiempo (1959), Cinco Conferencias de Pablo
Neruda (1975), cronista sobre Guayana (primeros y segundos tomos).
De canto al Orinoco se hizo una segunda edición (1955), traducida al
francés por Bernard Sése, con prólogo de Juan lizcano, y una tercera en (1964),
dispuesta al Ministerio de Educación, con motivo del bicentenario de Ciudad
Bolívar. Su última creación, El Libro del Abuelazgo, fue editada por el PEN
Club de Venezuela y bautizada en la sede de la AEV en Ciudad Bolívar.
En noviembre de 1986, cuando Luz
Machado tuvo el premio Nacional de Literatura por su densa obra poética,
numerosos intelectuales opinaron y elogiaron su obra, pero ella se abstuvo de
todo comentario. Solo expresó:
-conservo la mayoría de los comentarios que se han escrito sobre mis
obras, pero yo no opino sobre ellas. Quiero todos mis libros. Me han costado,
recordando aquella célebre frase del estadista Inglés, sangre, sudor y
lagrimas, si bien es cierto que ninguna alegría es comparable por distinta a la
de escribir un poema y saberlo bien hecho y sacrificarse por ello.
Cuando estuvo en Ciudad Bolívar
recibiendo un homenaje en la Casa de las Doce Ventanas y en el Espacio que
lleva su nombre en la dirección Municipal de la Cultura, le preguntamos sino le atraía el cuento o la
novela en el campo de la narrativa:
-No he escrito novelas. Me ha
tentado alguna vez. De pronto me asaltan las ganas de unas memorias…. Pero, no.
Bueno. ¿Cuentos? Alguna vez tuve los borradores de cinco cuentos que fueron
cinco sueños reales, soñados de verdad y que me parecieron muy hermosos.
Lamentablemente, se quedaron en sueños, entre el barro espantoso de la
inmundanción del Guiare, cuando el año 1949 se metió en muestra casa de la
Urbanización E l Conde, y de ellos, y de libros y de mi archivo, fue poco lo
que pudo salvarse.
-¡Tienes identificada con algún poeta en especial!
-En todos los creadores hay algo
del pasado. Es un hontanar insoslayable como la Biblia. Sin embargo,
no pudo hablar de una identificación en el sentido exacto del vocablo. Si, de
algunas presencias, en cuanto a características, pueden señalarse: la
esplendidez de Garcolaso; la finura de San Juan de la Cruz; el ascetismo del
lenguaje de Santa Teresa; ese río verbal de Cervantes y el inolvidable prisma
sensorial, casi arista y pétalo, de Quevedo. La donosura de lenguaje y
sentimiento de Sor Juana Inés de la Cruz; el contenido de acento humano, duro
brillante de la Mistral; aquel rose de fuego fatuos de lunas y nardos de
Garcías Lorca; y lungones; y herrera Reissig; y Francisco Luis Bernárdez y
Octavio Paz y el vitalista heroico de Barba Jacob; el Rafael Maya de su sonetos
impecables, al parecer casi olvidado estos dos últimos por los nuevos; y ese
torrente de Withman que se arremansa, musical y profundo en Rubén Darío que se
desemboca en la vastededad apasionante de Neruda; y tantos otros de aquí y de
afuera en sus propios idiomas nos han dado tantos cantos y encantos
inigualidables, pero cuyos recuerdos nos llevaría horas enteras sucesivas de
reencuentros con la poesía.
El hecho
de haber sido Agregada Cultural de la Embajada de Venezuela en Chile en tiempos
del perezjimenismo ¿te ha afectado?
-me afecto el cambio radical de
vida en un país extraño, extranjeros, quiero decir, con asiento domiciliario
allí, incluyendo mis seis hijos estudiantes. Fueron cuatro años en los que
trabajé arduamente en lo relacionado exclusivamente con la cultura y la
literatura.
Organicé siglos de conferencias
sobre escritores venezolanos: Rufino Blanco Bombona, Rómulo Gallegos, Teresa de
la Parra, entre otros, y como parte de los programas desarrollados en el PEN
Club de calidad de Vicepresidenta, auspiciada por la embajada; programas
semanales de radio Minería, Culturales, y edición multigrafiadas del folleto
mensual Forma, Color y Números de Venezuela. Organicé concursos con temas
nuestros y premiados con libros de aquí; organicé también la primera exposición
de dibujo infantil que se hizo entre dos instituciones educacionales, la
Escuela Experimental de Caracas y la Escuela José Abelardo Núñez, sección
Venezuela, de Chile. Publique un tomo de ocho cuentos Venezolanos; tuvimos
participación de Muestra Artesanía y, finalmente, me vine satisfecha de haber
cumplido una bella labor allá. Unos cuentos venezolanos, incluso exiliados
entonces, así lo han reconocido.
-Fuiste Secretaria Privada del Gobernador Héctor Guillermo Villalobos
en el 45, ¿Qué experiencia secaste de tu fugaz paso por la Gobernación de Bolívar?
Fue la distinción de un poeta
guayanés para una poeta, guayanesa también. Un experienca basada en la amistad
y en la consideración de algunos aspectos de la política que forzosamente debía
advertir, sin intervenir, por supuesto, y de la cual obtuve la ya incipiente
decisión y conducta sobre esos fenómenos. No me gustaría la política, lo
político, la politiquería. A penas
fueron dos meses. Me había llevado dos de los hijos más pequeños y la parvada
no podía ser atendida solo por el marido. Así que una vez destituido Héctor,
renuncié.
Renunció como ha renunciado
ahora a seguir con nosotros más allá del segundo milenio. Ha preferido la
otredad, de la que nunca volverá para hallarnos, para saber si el camino es
lento o rápido hacia la nada. Pero quedará como quería al final de sus días, la
piedra angular de su poesía, presente, amable y fuerte contra los cataclismo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario