Lo que es San Antonio de Upata en la actualidad y lo que será siempre,
tiene mucho que ver con la obra civilizadora de don Pedro Cova, un cumanés
radicado en las promisorias tierras del Yuruari desde mediados del siglo
diecinueve.
Don Pedro Cova es la figura de
mayor relevancia en la vida de Upata, como bien dice, Angel Romero, cronista
del Yocoima, la historia de este municipio debemos concebirla como antes y
después del mencionado personaje. Es un valor referencial inexcusable.
Antes de la llegada de Pedro
Cova en 1850 con la inmigración de cumaneses, San Antonio de Upata era parte
del remanente total de las Misiones del Caroní, cuya decadencia comenzó con el
advenimiento de la República para darle paso a un nuevo modo de vida urbana
que, en el caso de Upata, se inició con la presencia dinámica y progresista de
don Pedro Cova. El, al igual que los Alcalá, ligados al proceso libertario,
estaba conectado con Caracas dentro de una estrategia política dirigida a
poblar y garantizar el espacio. Es lo que explica la presencia de una imprenta
en el mero corazón de la selva, donde había un pueblo rural de escasas letras.
Así lo cree el maestro Angel
Romero, comprometido en un trabajo de investigación, desde hace ocho años,
sobre la vida y obra de don Pedro Cova. Investigación que parte de lo que da a
conocer Carlos Rodríguez Jiménez en el primer volumen de su libro Upata
publicado en 1965.
Quince años atrás, Romero no
tenía la menor idea de quien era Pedro Cova, y no tenía porqué tenerla, pues él
es caraqueño y había llegado a la tierra del Yocoima por instrucción del
profesor Lucas Rafael Alvarez, entonces Director de Educación del Estado, para
fundar la casa de la Cultura de Upata.
La única referencia cultural que
tenia era María Cova y por allí comenzó después de leerse el libro del extinto
diplomático Rodríguez Jiménez. Remunerado por la CVG, se fue a la antigua Nueva
Andalucía, la tierra de los Cova y allí, bajo la orientación del cardiólogo y
cronista José Mercedes Gómez, encontró suficiente material. Los archivos
parroquiales de la iglesia Santa Inés fueron de mucha importancia, lo mismo que
la información genealógica de Iturriza Guillén. Halló que el primer Cova llegó
a Cumaná en 1818 y se llamaba Ascanio y, don Pedro Cova, su descendiente, era
compadre de Pedro José Rojas, periodista que bautizó su hija mayor y con el
cual había hecho una sociedad en 1843 para fundar una imprenta y editar “El
Manzanares”, semanario político.
En dicha prensa se imprimió el Manifiesto de Cumaná con el cual se
adhiere públicamente la provincia a la candidatura del General Santiago Mariño,
opuesta en las elecciones de 1834 a la del doctor José María Vargas, respaldada
desde el gobierno por, el Presidente José Antonio Páez.
Al año siguiente funda la
revista “Oriental” en la que hilvana toda una crónica universal, haciendo un
recorrido por el mundo político e intelectual de Europa. Entonces funda el
primer teatro que tuvo Cumaná.
Los orientales lanzan en 1846 la
candidatura a la Presidencia de la República del General José Tadeo Monagas y
don Pedro Cova, como miembro del Partido Conservador, es designado para
promoverla en Barcelona, donde con ese fin fundan dos periódicos, “La Profecía”
y “El Pendón”.
Monagas resulta victorioso, pero
luego se produce un fenómeno político y es que los Conservadores que lo llevan
al poder se manifiestan descontentos por ciertas conductas y comienzan a
bloquear su gestión por lo que se ve obligado a recibir el apoyo de los
Liberales liderados por Antonio Leocadio Guzmán y una parte de los
Conservadores fieles a Monagas, entre ellos, don Pedro Cova, se inscriben en el
Partido Liberal, pero ya Cumaná ni Barcelona son ambientes propicios para su
nueva posición. Entonces mira hacía Guayana, donde finalmente se radica no solo
con la familia sino con todos sus haberes políticos, incluyendo los
circunstanciales, que hacen de le en la tierra del oro y del diamante un valor
público importante, pero en la plaza de Angostura sobran los políticos de
renombre, entonces asume su condición de representante del Departamento Upata
en cuya jurisdicción (Puerto de Tablas) ha fomentado una hacienda ganadera con
el nombre de “El Rosal” y mas tarde fundará otra llamada “El Morichal”.
En 1856 ya es diputado
provincial y tras la victoria de la Guerra Federal y la declaración de Guayana
como estado soberano, tiene su puesto tiene su puesto asegurado en la Asamblea
Constituyente que llega a presidir durante uno de los lapsos de rotación
(1864). Concluidas las deliberaciones, asume la Presidencia del Consejo
Municipal del Departamento Upata, responsabilidad que ejerce durante cinco
períodos y es cuando, podemos decir, que Upata aclara su camino hacia un
desarrollo urbano donde entran en juego la explotación de los ricos yacimientos
auríferos de Nueva Providencia, distrito del Departamento, y la recia voluntad
y espíritu de empresa de un hombre que tiene perfectamente claro el concepto de
ser político.
Guayana para ese tiempo era
selva y ríos. La comunicación realmente demorada y difícil. La más rápida y
fluida tenía lugar a través de las rutas fluviales. No había siquiera caminos
que salvaran a los pueblos del aislamiento y el atraso. Upata la capital de un
Departamento político-territorial que iba desde Puerto de Tablas hasta Nueva
Providencia, estaba entre esos pueblos y de allí la preocupación de Pedro Cova
por construir caminos pues de ellos iba a depender en mucho la vida social y
económica de Upata. De manera que aprovecha la llegada de un hombre civilista y
progresista como lo fue Juan Bautista Dalla Costa a la presidencia del Estado y
le plantea la necesidad de emprender cuanto antes la construcción de caminos
para sustituir las viejas trillas de los capuchinos y expedicionarios del oro.
El Gobierno es receptivo y con su venia establece una compañía, en sociedad con
Tomás Gutiérrez y Sandalio Alcalá, que traza y construye los primeros caminos
desde San Félix a Nueva Providencia.
La primera mitad del siglo
diecinueve se presenta promisoria para Upata, pues en Caratal y El Callao del
Distrito Nueva Providencia, el oro que tanto buscaron inútilmente los hispanos,
aflora cuando el Yuruari se desborda y también desde profundos barrancos
siguiendo el curso de sorprendentes vetas cuarzosas. Hay oro para rato, pero no
para todo el que llega con la ambición como pobreza en sus alforjas. Don Pedro
Cova es de los primeros interesados y se convierte en accionista junto con sus
hijos de su propia empresa aurífera. Tiene todo a su favor, pero también el
Departamento donde actúa como primera autoridad edilicia. El oro que llega a
las manos de don Pedro Cova alcanza no solo para su lucro sino también para de
alguna manera ir reconstruyendo a la Upata que parecía estancada en los predios
de un ruralismo monótono y sin vitales esperanzas.
Carlos Rodríguez Jiménez dice en
su libro “Upata” que las primeras muestras del material de cuarzo que tomo don
Pedro Cova de sus minas en El Callao, fueron enviadas para Nueva York, París,
Londres y Hamburgo, y los cuatro laboratorios que las examinaron coincidieron
en acusar lo que hasta entonces nunca se había visto en una mina de veta en el
mundo: cincuenta onzas de oro por tonelada de material aurífero. Las mejores
minas de la época daban, como máximo, cuatro onzas por tonelada. Las acciones
comenzaron inmediatamente a subir de valor, y en la bolsa de valores de Wall
Streed, Nueva York, llegaron a cotizarse al 1 por
4.000 en relación con su valor de emisión. Y como don Pedro era uno de los
principales accionistas, su prestigio e importancia en la región y fuera del
país crecieron enormemente y se convirtió en mecenas de San Antonio de Upata.
Impulsa el desarrollo urbano y
da apoyo y calor a un movimiento de inquietudes culturales e intelectuales que
desemboca en un hermoso Teatro donde se montaban casi siempre las mismas obras
escenificadas en el Teatro de Ciudad Bolívar. Este Teatro, el primero que tuvo
Upata, estuvo situado en el sitio conocido como “El Escombro” y donde funciona
el Colegio de Monjas. Una Sociedad Dramática de Beneficencia impulsa otras
obras de utilidad pública como la del Cementerio Católico cuya piedra angular
fue colocada el 25 de octubre de 1863.
En 1876, siendo Presidente de
Estado, designado, ordena un estudio histórico-geográfico sobre el Distrito que
orienta el proceso de transformación de Upata. Impulsa notablemente la
agricultura y la ganadería. Funda una Biblioteca Pública; construye el primer
acueducto, tomando el agua desde el Cerro Guacarapo. Contrata para Upata
profesores procedentes de la Capital de la República y de países extranjeros.
Funda la Academia de la Historia con un grupo de amigos aficionados a esa
disciplina e introduce la imprenta, una Washington Press, la cual adquirió en
Cumaná y fue traída a Guayana a través
de grandes dificultades por mar, río y finalmente en lomos de mula. En ella don
Pedro inició la etapa del periodismo upatense con el semanario “El Guaica” en
1858 y del cual fue su fundador y director.
La obra de don Pedro Cova,
nacido en Cumaná en 1804 y fallecido en Upata el primero de septiembre de 1885
la continuó su familia, muy inclinada a la música y a las letras. Casado con la
cumanesa Isabel Pérez, bella dama de talento musical, tuvo tres varones y una
hembra: Eugenio, Andrés, Pérez y Rita, quienes tuvieron destacada actuación en
la vida intelectual y cultural de Upata. Eugenio, por ejemplo, se educo en
París y realizó cursos de piano y violoncello, en cuyos instrumentos tuvo
destacada actuación tanto como ejecutante y compositor.
Eugenio y Andrés publicaron en
la imprenta traída por su padre desde cumaná, un semanario, “El Promotor”, de
literatura e intereses generales, y más tarde “El Caroní”, hebdomadario de
crítica y literatura.
La Asamblea Legislativa del
Estado Bolívar, en reconocimiento a su obra social, política, cultural y
económica, lo declaro “Buen ciudadano y leal servidor del Estado”.
Posteriormente, en la división político-territorial, le dio su nombre al
Municipio El Manteco y como buen masón de su tiempo, la logia No 28 de Upata
adoptó su nombre.
El doctor Carlos Rodríguez
Jiménez, quien además de diplomático era escritor y poeta, retrata al personaje
en este soneto: “Varón digno de lauros inmortales / paladín del progreso y del
derecho / fue la ambición constante de tu pecho / hacer el bien y erradicar los
males / Mecenas de mil nobles ideales / por todo el bien que en nuestra tierra
has hecho / tu nombre en letras de oro y a despecho / del tiempo se conserva en
tus anales / por haberla hecho culta y laboriosa / Upata agradecida a tu
memoria / consagra su alabanza más hermosa / y unida a ella verá la historia /
coronada tu frente luminosa / con los rayos más puros de la gloria”.
El homenaje permanente de
reconocimiento a don Pedro Cova habrá de continuar muy pronto cuando la
Editorial Predio que dirige el poeta Pedro Suárez, edite el libro sobre la vida
y obra de este personaje y que desde hace ocho años viene preparando con afán
casi fanático el colega Angel Romero, caraqueño casado con una caicarense y
adoptado por Upata desde los años sesenta cuando llevado de la mano por el
profesor y ex Presidente de la Asamblea Legislativa, Lucas Rafael Alvarez, ingresó
a aquel valle rodeado de colinas para fundar la Casa de la Cultura María Cova,
de una actividad efervescente como pocas en Venezuela.
Ya pocos bolivarenses hablan de aquel
revolucionario que gobernó la Provincia de Guayana, civil y militarmente,
durante catorce meses, al cavo de los cuales las calles de Angostura se tiñeron
de sangre mientras él pasaba a la historia con un atavío de leyendas.
Ciertamente, quién se acuerda, ya al comienzo
del tercer milenio, de aquel militar enclave de la Revolución Libertadora,
leyenda de la imaginación popular, de él que se escondió en una tumba de los
Golindanos y veló el cadáver de su padre con una vela en las manos desde los
mismos barrotes de su cautiverio? Muy pocos o, o en todo caso, los que calzan
el apelativo Farreras que son muchos, que lo calzan con orgullo, no por su
origen de esclavos de la Guayana remota, sino por Ascensión Farreras que sirvió
en las huestes americanas de la emancipación y por Ramón Cecilio que tuvo la
audacia de desafiar la autocracia de Cipriano Castro desde más acá del río y de
las fuentes de los minerales.
Su pasión de revolucionario venia bien
guardada con su edad desde que su padre el educador Juan Bautista Farreras y su
madre Mercedes Franchi le contaban de sus ascendientes esclavos que por alzarse
contra sus amos fueron fusilados en la Plaza del Mercado y de aquel Farreras
que fue siempre soldado valiente en los tiempos de la independencia como
también en la estación en el poder de los Monagas.
Esa pasión afloró cuando estalló sobre su
piel morena la peinilla de un superior jerárquico que lo barruntaba de
conspirador. Entonces fue paciente para esperar la oportunidad hasta que al fin
llegó como Célula de la Revolución Libertadora, aunque ya tarde, cuando está
disparaba desde el Oriente sus últimos cartuchos contra el autocratismo de
quien desde el Palacio de Misia Jacinta gobernaba a la nación con su compadre
Juan Vicente Gómez, en nombre de un liberalismo trasnochado.
Ramón Cecilio Farreras Franchi tenía 24 años
de edad cuando en calidad de Capitán comenzó a ejercer el cargo de Jefe
Instructor de la guarnición de Ciudad Bolívar. A esa posición había llegado
luego de haber escogido la carrera de las armas y culminado sus estudios en la
Escuela de Artillería fundada en Caracas en 1895 por el Presidente Joaquín
Crespo.
Su padre, el educador y bachiller en
filosofía Juan Bautista Farreras, docente del Colegio Federal de Varones, autor
del libro “Historia del Sistema Métrico Decimal” y quien fue rector del mismo
Colegio en 1876, lo había instruido suficientemente para que culminara con
éxito su carrera y ahora estaba allí en el Cuartel del Capitolio bajo las
ordenes del Comandante Ovidio Salas y el Presidente del Estado general Julio
Sarría Hurtado.
En diciembre de 1901 estalló en el centro del
país la Revolución Libertadora contra el gobierno de Cipriano Castro que había
caído en desgracia para los caudillos regionales tradicionales, para los
banqueros que no soportaban las deudas del gobierno y para los intereses de
empresas foráneas como la Bermúdez Company, explotadora del asfalto de Guanaco,
que se quejaban de las medidas impositivas.
Contra los banqueros negados a facilitar más
créditos de los otorgados al gobierno, Castro dictó medidas de prisión en la
Rotunda hasta que accedieron sumisamente. Pero luego el banquero mayor, Manuel
Antonio Matos, lograda su libertad y la de su gremio de manera tan humillante,
juró la revancha y se erigió en líder de una insurrección civil de alcance
nacional que comenzó con una batalla de marca mayor en La Puerta y terminó al
cabo de un año y siete meses en Ciudad Bolívar donde se registraron, tras
sangrientas luchas de tres días, 1400 bajas entre muertos y heridos.
Esta contienda civil que marcó la derrota
definitiva del caudillismo tradicional involucro durante más de dieciocho meses
a 40 mil hombres en combate y dejó un saldo aproximado de 12 mil muertos.
Nicolás Rolando, un caudillo barcelonés
graduado de farmacéutico en la Universidad Central de Venezuela, liderizaba la
Revolución Libertadora en Oriente y dado que había sido Jefe Civil y Militar de
Guayana entre 1899-1900, tenía ascendencia sobre importantes factores de poder
en Ciudad Bolívar, entre ellos, el general Francisco (pancho) Contasti
Gerardino, Vicente La Rosa y el capitán Ramón Cecilio Farreras, quienes muy
secretamente conspiraban y sólo aguardaban la ocasión para sumarse a la
Revolución Libertadora.
Al general Ovidio Salas, comandante del
Batallón Cordero, con sede en el Capitolio de Ciudad Bolívar, comenzó a
sospechar del complot y tuvo con Ramón Cecilio Farreras, a la sazón Jefe
Instructor de la guarnición, un violento altercado, que más tarde concilió el
presidente del Estado Julio Sarría Hurtado.
Semanas después, el comandante Ovidio Salas
constató como eran de ciertas sus sospechas al ver que, el 23 de mayo de 1902,
Farreras se sublevaba en el Capitolio con 137 soldados y oficiales de la
guarnición, se apoderaba del parque y armaba a los civiles liderizados por
Pancho Contasti Gerardino, quien desde hacía tiempo venía conspirando desde su
famosa Casa de Tejas del Zanjón.
El Gobierno inmediatamente organizó la
resistencia con el cuerpo de policía, la Guardia del Estado, civiles afectos, y
soldados que se hallaban fuera del cuartel, escenificando una encarnizada lucha
que al cabo de cinco días obligo al Gobierno abordar al vapor Masparro para
reinstalarse en San Félix, donde reforzados con una fuerza del Yuruary
organizada por el general Anselmo Zapata Ávila, continuó resistiendo hasta el
mes de julio cuando comenzó el éxodo hacia Carúpano y Trinidad dejando bajo el
control civil y militar de Ramón Cecilio Farreras todo el territorio del Estado
Bolívar.
Luego del cuartelazo, Ramón Cecilio Farreras,
se declaró jefe civil y militar de Guayana y nombró Secretario General de
Gobierno al médico Manuel Felipe Varga Pizarro. Inmediatamente depuse,
reconocido desde Oriente por la Revolución Libertadora con el titulo de General
de Brigada, empezó la organización de su mandato y los preparativos de defensa
y ataque contra una inevitable invasión de reconquista por parte de las fuerzas
nacionales.
Efectivamente, los días 20, 21 y 22 de
agosto, el Gobierno de Castro preavisó la invasión de reconquista con un
sostenido bombardeo de artillería que afectó innumerables edificaciones y
produjo cinco muertos y catorce heridos, no obstante que el grueso de la
población se refugió en la zona de los morichales.
Los vapores de guerra “Restaurador” y
“Bolívar”, dirigidos por el coronel Román Delgado Chalbaud, bajo el mando
expedicionario del general José Antonio Velutini, descargaron sobre la ciudad
1.300 proyectiles explosivos al igual que lo habían hecho contra Carúpano,
Guiria, Yaguarapo y Barrancas, también en poder de los revolucionarios.
Fue un cañoneo de ablandamiento, de
amedrentamiento, mientras se movilizaban y disponían y disponían los factores
de guerra para hacer rendir a Guayana, bien por la fuerza o por otra vía como
la que sin derramamiento de sangre propuso y gestionaron sin mayor éxito, tanto
el obispo de la Diócesis, monseñor José María Durán como los miembros del
Cuerpo Diplomático.
El General Nicolás Rolando, quien se hallaba
desde junio (1903) en la Ciudad y el general Ramón Cecilio Farreras, fueron
convencidos y acordaron rendirse al reconocer la superioridad de las fuerzas
gubernamentales que sitiaban la ciudad. Sólo exigían como condición para
ponerle fin a la guerra y disolver las tropas, el otorgamiento de garantías
para los jefes de la Revolución, lo mismo que para la oficialidad en general,
los soldados, y un pasaporte para que el general Farreras pudiera salir salvo
hacia el exterior.
Sin embargo, esto no fue posible. Castro
telegrafió desde Caracas al comandante Juan Vicente Gómez: “que el enemigo se
entregue a discreción con todos sus elementos de guerra en cambio a todas las
garantías que usted otorgará a jefes, oficiales y soldados, a nombre del
Gobierno Nacional, con la única excepción de Farreras, que queda sometido a
juicio ordinario por el delito de traición”.
Entregar a Farreras resultaba también una
traición para los comandantes de la Revolución, de manera que no quedó más
alternativa que una batalla con todas las horribles consecuencias que ella
implicaba.
Así ocurrió en la noche del 19 al 20 de julio
de 1903, a las 3 de la madrugada, estalló la contienda. El Orinoco crecido fue desbordado
al ser destruido el dique de protección y la ciudad quedó anegada en un mar de
sangre. Las tropas del Gobierno estimadas en más de 3.500 hombres, respaldadas
por una fuerte artillería disparada desde los barcos de guerra y favorecidas
finalmente por la traición del comandante de la Fortaleza “El Zamuro”,
vencieron a los 2 mil defensores de la Capital Bolivarense.
Los combates más recios y sangrientos se
dieron en las áreas del Cementerio y la Plaza Centurión. Allí perecieron del
lado de la Revolución el general Aurelio Valbuena y los coroneles Rogelio
Llaguno, Leonardo Milano, Justo Morales, Fernando Bosch Landa y resultaron
heridos los generales Gualberto Hernández y Doroteo Flores mientas que del lado
del Gobierno perecieron los generales Enrique Urdaneta y Santos Eduardo
Urbaneja. Entre los de uno y otro bando hubo alrededor de 600 muertos, un
número mayor de heridos y una lista interminable de prisioneros. Muchos se
libraron de la prisión eludiendo la acción de captura, entre ellos, el general Ramón
Cecilio Farreras, no obstante el extremado interés del gobierno por
aprehenderlo, incluso tomando como rehenes a su padre el educador Juan Bautista
Farreras y a un hermano de éste llamado Eugenio.
Pero aun así, Farreras no se entregó porque
según la conseja callejera se lo había tragado la tierra. ¿Dónde se escondió
Farreras? Se tejieron entonces tantas conjeturas convertidas en leyendas al
correr de los días: una hablaba de su ocultación en el entrepiso de una
habitación de su propia casa, la cual requisaban periódicamente los esbirros
del gobierno; otra, un tanto vampirezca que lo ponía a dormir durante el día en
un sepulcro de los Golindano y de noche muy despierto estirando las piernas y
comiendo lo que le llevaba un amigo sepulturero de apellido Basanta. Corrió
también una versión de la realidad recogida por Héctor Guillermo Villalobos en
su “Romance de la ronda chaqueada” según la cual Ramón Farreras, con guerrera
de soldado, canana, peinilla y cinturón, se sumaba astutamente al piquete que
salía en ronda nocturna por toda la ciudad husmeando calles y requisando casas
en su busca.
Lo cierto es que cuando pudo salir de la
ciudad, a bordo de un bote que aguas abajo pensaba llevarlo hasta trinidad, se
detuvo creyéndose salvo, en los Caños del bajo Orinoco, entregándose a
jolgorios que le complicaron su existencia de fugitivo. Allí fue denunciado y
hecho preso por el Gobierno del Estado.
Juzgado por un Consejo de Guerra en marzo de
1904, Farreras fue condenado a diez años de presidio en el Castillo Libertador
de Puerto Cabello, junto con su padre Juan Bautista Farreras y su tío Eugenio
Farreras. Estos últimos, uno tras otro, mueren en prisión en el curso de cuatro
meses. El cadáver de su padre, por tres días, permaneció ante la puerta de la
celda del hijo, a quien le pusieron una vela en las manos para que lo velara.
Liberado después de la caída de Castro (marzo
1909), regresó a Ciudad Bolívar donde fue recibido como héroe en medio del
alborozo popular, situación que indispuso al Gobierno gomecista hasta el punto
de confinarlo en Mérida, donde falleció el 8 de diciembre de 1921.
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