Afluyó como un torrente. Su
poesía nunca se detuvo, sigue viva como el primer día de su infancia, girando
la ronda bajos los árboles o caminando descalzo por la orilla del río,
contemplando la estampa del puerto fluvial, respirando el aire oloroso a
sardina, a sol y alquitrán.
Aquella marinería desparramada
sobre la borda, en cubierta y por la orilla, desde El Polanco hasta La
Trinidad; aquel laberinto de mástiles, jarcias, y velas recogidas, era un
espectáculo que impresionaba en su alma de poeta y de niño: margariteño
sanguíneos, cumanense forzudos, marabinos veteranos y bolivarenses temerarios,
todos devotos de la Virgen Marinera, a la que en su día hacían en la ciudad la
mejor fiesta.
Entonces, cuantos cuentos de mar
adentro, cuántos de la recia marinería, cuántos cuentos de la balandra, botes,
piraguas, falcas, bongos y trespuños: el barco que naufragó entre las piedras y
la madera que sirvió para la cabaña playera. El Capitán de “La Buenaventura”
perdiéndolo todo en una noche de “topo a topo”, la odisea Pancho Mandinga
atravesando El Infierno de un bote de espadilla, y las hembras que emergían
como sombras de la Ciudad Perdida, “furtivas sombras por el muelle
desvencijado” en busca de los hombre curtidos en cien tormentas y travesías.
Aquella hembra de la recia
marinería era un poco como Gioconda bajo el sol, soportando piropos señeros con
su cara de óleo viejo y la rumba de sus caderas. En nada podían ellas parecerse
a su novia frágil y desvaída, novia que era universal y mínima, que tenía mucho
de las tiernas Cantina levantándose para ir al mar con su gorra de capitán y su
fresco vestido de naval.
El vivía en el propio casco
urbano. Allí lo acunaron con el arrunango indígena desde que nació en la casa
del Congreso de Angostura convertida en asiento del Colegio Federal que dirigía
su padre Guillermo Tell Villalobos. Allí nació con médico y partera el 20 de
julio de 1911, a pocos días de haberse estrenado el Himno del Estado y de haber
llegado la luz eléctrica a sustituir la vacilante luz de acetileno. La casa
aunque revestía la austeridad académica, no podía deshacerse del propio
ambiente hogareño, de la serenidad de los tejados arropando las neuralgias y
los ruidos, ni del patio de helechos ni del tinajero musical.
Ahí el tinajero, cantando a la
sordina, solía presidir las interesantes tertulias nocturnas. Para él era un
bravo roble abolengo. Significaba mucho más que el presuntuoso piano de cola.
Los había visto crecer a todos en la casa, la casa grande, fortaleza de paz,
abundante de amor en la tinaja roja del tinajero. Y si bien la abuela Mercedes
lo arrullaba con su arrunango, el noble tinajero, con su tic tac sonoro de
gotas pausadas, arrulladas siempre la siesta de la abuela que parecía alfarera
de sueños fabricando aquellos ladrillos con los cuales construía fantásticos
edificios colmados de fuentes cuyos penachos crecían como el árbol que los
pájaros pretendían estirar hasta el empíreo.
A veces se sentaba en la orilla
del río luego de recoger piedritas con amor de musgo o en el jagüey cuando
probaba los zumos recónditos de la tierra y la evocaba en silencio profundo:
“¿Dónde estará la abuela de cofia y rueca, la abuelita de cuento, con sus ojos
azules y anacrónicos sueños?. Sentado en el jaguey encontró el día que el agua
se dormía como su plácida abuela y que no cantaba como loa arroyos traviesos
porque todo el tiempo lo consumía
pensando, inquiriendo sobre el más profundo misterio de la tierra.
Los días de asueto, con su
mochila de bastimento, una certera honda y calzado de alpargatas de cuero, se
iba de excursión a San Rafael riachuelo al que imaginaba bisnieto del Orinoco.
Entonces, el San Rafael, como una acogedora fronda de mereyes, hicacos y
pomarrosas, asediado por chicharras y pájaros cantores como el cristofué, era
cristalino, rumoroso y emocionalmente regalo de infancia.
Sobre los viejos troncos
descubría a Ño Guaricongo siempre diciendo que sí con la cabeza. Parecía este
señor con ojos turbios estar en todas partes: en el río, en el patio de las
casas, en los altos muros vestidos de musgo verde, en fin, en el tejado,
impávido, bajo el claro sol caliente.
Las variantes de un día de
asueto por el río San Rafael era un domingo en el puerto de mástiles
embanderados o un agosto en el barrio Santa Ana o en la Laja de la Sapoara, viendo
el río hablar con los pescadores en su lengua de atarrayas, mientras la muerte
hacía cabriolas grotescas sobre el abismo del agua. Casi siempre el pailón de
la Laja cobraba el tributo de vida de un
pescador que luego en pintoresco ritual era llevado al cementerio en el llamado
cajón de las ánimas.
Era gente de la clase humilde,
pescador, caletero, músico de arpa y maraca o negrito morichalero, la que
pasaba por el cajón por su ventana de niño asustado. La misma gente que
sobresalía en las fiestas de la Cruz de Mayo que era como la patroncita de los
pueblos sencillos y en cuya ocasión se cantaba a garganta suelta con famosas
bandolas como la de Facundo Bello que venía de Barlovento, y se pagaban
promesas al estilo Roseliano, el maraquero venido desde muy lejos, desde Loma
del Viento. La Santísima Cruz de Mayo lo había curado del padecimiento que
significó para el haber quedado con el brazo tieso en la mitad de un joropo.
Cantaor de la Cruz de Mayo era también su
pariente Luis Tovar. Pariente por el lado de su madre Margot Tovar Guerra. Pero
más cantaor de Cruz, serenatero, como lo fue más tarde el negro Alejandro
Vargas. Luis Tovar cantaba y rasgueaba muy bien su guitarra española, caminando la ciudad de un extremo
a otro, vestido de impecable liquiliqui, con sombrero muy calado y muchas veces
montado en un borrico, del Mercado al Morichal y de Perro Seco al Tapón,
cantando y tocando bambucos de honda nostalgia, valses de lento dolor y
jarabito mexicano, casi siempre en parranda o serenata ventanera, con luna,
paliza y ron, como dulce su romance o canto nativista.
Infancia que en Jagüey recordaba
a la Negra Cristina voceando sus granjerías,
suspiros, tirones, gofios, marialuisas. La Negra Cristina con sus bucles
melcochados y su cofia de abuela manumisa. Asimismo, a la Niña Faustina de
eternas manos solteronas parecidas a dos arañas tejiendo; a la bizarra
Rosa, lengua de pimienta brava, médicos
y remedio de toda la vecindad, confidente que había sido del Caribe Vidal y de
Ramón Cecilio Farreras. A merced Ramón
Mediavilla, parrandero y guitarrista, con su tatuaje de guerra capitaneando el
remoto baile aborigen la Danza del
Sebucán, infaltable en las populares y jacarandosas fiestas del Carnaval.
Carnaval de la Alameda, de la ciudad perdida con sus cantos de trinitarios y
danzas martiniqueñas, de Perro Seco y
Santa Ana, con aguas de olor y maicena. Carnaval con diablos de grana
cascabelera, de muerte pintada de cal, de burriquita joropera, de pasodobles chulapones y de tantas cosas sorprendentes como
aquella Colombina de 1920 que hizo victima trágica a quien le alzó su careta.
Y detrás del Carnaval llegaba la Semana Santa
con sus trompos y sus zarandas, en eterna lid, macho y hembra, animando las
mañanas. Ni frío ni arrempujao, que el que pique una cuarta fuera de mi trompo
pierde. Y el que perdía, el vencido, era martirizado como San Sebastián con un
clavo brillante y fiero pero en todo caso menos estilete que las dolorosas
espinas del Cardón, transido de soledad con sus brazos meditabundos y suplicantes.
Después era sábado de Gloria con repiques de campanas desde la alta torre y
rítmicos sonidos de bronce en el atrio de la Catedral mientras los muchachos
recogían siete piedras del patio para provocar el deseo de amor y de paz que lo
acompañó siempre, ya en Caracas, ya en los Andes, ya en Madrid, con la poesía
siempre a cuestas, afluyendo del Jagüey en soledad y en vela bajo los barbechos
y la neblina.
A Caracas llego en 1928, a la
edad de diecisiete años, todo un adolescente, después de haberse graduado de
bachiller en el Colegio Federal de Varones y haber dirigido junto a Ricardo
Archila y J. F. Reyes Baena la revista “Oriflama”. Estudió Derecho en la
Universidad Central de Venezuela, pero pensó que el ejercicio de la abogacía no
se entendía bien con su alma de poeta, de manera que prefirió probar con otra
carrera más compatible y estudió Castellano y Literatura en el Pedagógico,
donde se graduó y comenzó seguidamente a ejercer la docencia. Al año siguiente
público su primer libro de poemas “Afluencias”, de gran fondo humano, mítico, y
se inicio en la carrera política entusiasmado por el cambio que se avecinaba
tras la muerte del dictador Juan Vicente Gómez. Logra la diputación por el
Estado Bolívar y es nombrado director del Liceo Fermín Toro. Publica su segundo
libro “Jagüey” que lo define como
nativista y se consagra como uno de los más destacados poetas del país.
A raíz del derrocamiento del
presidente Isaías Medina Angarita es designado gobernador del Estado Bolívar.
Lo acompaña en calidad de secretarias privada otro miembro de la lírica, la
poeta Luz Machado, pero apenas dura un año en el ejercicio de la Gobernación.
En 1948 llega su paisano Llovera
Páez al poder tras el derrocamiento de Gallegos y es nombrado Director de
Educación Secundaria, Superior y Especial del Ministro de Educación, cargo que
desempeño hasta 1950 cuando el Gobierno Nacional lo envía a Madrid como
agregado de inmigración de la Embajada de Venezuela. Allí publica su tercer
libro: “En soledad y en Vela” que lo revela como romántico. Se distancia
paulatinamente de la política y en 1973 da a conocer la cuarta obra: “Barbechos
y Neblinas”, preñada de elementos telúricos. Entonces ya ha pasado la sesenta y
comienza a sentirse como un pozo abandonado. Le preocupa la soledad (No digo
que estoy muerto / apenas pienso / que a nadie reconozco / en nadie creo / a
nadie siento vivo / a nadie espero). Y
al final, lo afecta simplemente ese
rumor sordo que es la muerte, a veces apaciguado por el momento ocioso: (La
muerte es ese río que corre a nuestro lado: ese río de sombras, infinito y
callado). Murió escuchando el galope de su sangre en huida, el 23 de mayo de
1986.
Al cumplirse el año de su muerte
el Conac y la Asamblea Legislativa le tributaron homenaje póstumo y en la
ocasión recibieron la Orden Congreso de Angostura si dos amigas y paisanas, Luz
Machado y Lucila Palacio. Hablaron su hijo Guillermo Villalobos Mathweus y Manuel Alfredo Rodríguez, quien
entonces dijo que: “Héctor Guillermo Villalobos ejerció sobre todos nosotros un
magisterio extraordinario. El fue de los primero que nos acercó a la emoción
profunda, intemporal e inagotable de su poesía y con ella nos relevó toda su
alma del paisaje y de las cosas de la ciudad. El era así como algo catedrático
de la geografía espiritual de Guayana”.
Nació en Cd Bolívar el 20 de julio de 1911
Murió en Caracas el 23 de mayo de 1986
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