Don Antonio Liccioni, vertiente mayor de la sangre
corsa en Guayana se radicó definitivamente en ella en 1865 y demostró su
vitalidad y empuje como ganadero y fundador del gran pueblo aurífero de El
Callao.
Don Antonio Liccioni nació en el pueblo de Pino, Mar Tirreno, en
1817. Ya Córcega era francesa. La había vendido Génova, pero también había sido
virreinato de Inglaterra.
Liccioni llegó a la América por Colombia,
donde se casó con Natalia Beltrán. Fomento un hato en Casanare y llegó a ser
Prefecto de la provincia.
Entre 1865 y 1870 llegó a Guayana con todo
su ganado, invitado por Juan Bautista Dalla Costa, quien lo ganó para
reorganizar y presidir la Compañía Minera de El Callao, donde realizó una labor
empresarial trascendente.
La Compañía Minera de El Callao llegó a
producir hasta 8 toneladas de oro al año y le imprimió gran dinamismo a la
actividad mercantil bolivarense, sostenida hasta entonces por la ganadería y
explotación de subproductos de la selva como el caucho, la sarrapia, el batalá
y las cortezas amargas de árboles medicinales.
Pero Liccioni no vino expresamente en busca
de El Dorado sino como hombre de hacienda que quería poner en práctica su
experiencia acumulada en el fomento ganadero en Casanare, pero por fortuna se
encontró con el filón de El Callao que le permitió sin tener que dejar la
ganadería, incursionar en el área minera como no antes ni después lo habían
hecho otros sectores ligados a la explotación aurífera.
De la unión de Antonio Liccioni con Natalia
Beltrán nacieron siete hijos: Antonio, César, Leopoldo, Julio, José Roberto,
Natalia y Margarita Liccioni Beltrán.
Su hija Natalia se casó con el General
Eduardo Demóstenes Villegas. Ambos vinieron a Venezuela a administrar “Tocota”
y “La Aurora”, dos importantes hatos que don Antonio había fomentado a orillas
del Río Caroní. Esta pareja tuvo tres hijos: Eduardo, Héctor y Tulia Villegas
Liccioni. Natalia enviudo y celebró segundas nupcias con Ángel Mattei.
José Roberto Liccioni, este último se casó
con Elena Montauban, de cuya unión nacieron Robertico y María Luisa Liccioni
Montauban.
Robertico nació en Caracas el 17 de julio
de 1885 cuando ya la fiebre del oro comenzaba a declinar para darle pasó a la
fiebre del balatá la cual también habría de quemar a Antonio Liccioni, quien en
1892 se metió en el negocio balatero en las selvas de Nichara y el cual
manejaba desde la Casa de las Doce Ventanas en Ciudad Bolívar.
Robertico se radicó en Ciudad Bolívar en
1920 atraído no por el oro, sino por la explotación del balatá, producto
extraído del Purgo o Pendare utilizado en la industria del caucho vulcanizado y
en la goma de mascar entre otra gama de usos. Precisamente su estada en la
ciudad del Orinoco se la facilitó Pendare Gums, compañía americana que
explotaba el balatá para las fábricas de chiclets y con las cuales trabajó
durante un tiempo, antes de independizarse como empresario.
Para los años veinte, Ciudad Bolívar aun
acusaba en materia de insumos para su incipiente industria como la cervecera,
la tipografía y eléctrica, preocupante escasez, consecuencia de la guerra del
14 en la que se alistaron con verdadero fervor patriótico al lado de sus
banderas de origen, varios bolivarenses descendientes de europeos. Pero si
bien, por el lado de los insumos padecía su economía, por la parte de las
exportaciones le iba muy bien. Roberto Liccioni, socio de don Virgilio Casalta
en algunos negocios, llegó a exportar no sólo subproductos de la selva sino
también madera aserrada, huevos y carne de tortuga, industrias en las que
también estuvo empeñado Raimundo Aristeguieta, creador de los famosos sombreros
de paja “Britania” que tanto se vendían en Caracas, Barranquilla, Puerto Rico y
Panamá.
Roberto Liccioni, fallecido en Caracas en
1965, era casado con Amelia Casalta y tuvo dos hijos: Malú Liccioni, casada con
el doctor Fernando Huncal, médico sanitarista, y Aimee Liccioni de Keeshen. Era
dueño de La Cerámica, importante extensión de terreno al Oeste de la ciudad y a
la orilla del Orinoco, llamada así porque allí funcionó una fábrica de cerámica
junto con las otras industrias a las cuales me he referido.
Fue uno de los accionistas principales de
la C.A. La Electricidad de Ciudad Bolívar y su Presidente desde 1937 hasta su
fusionamiento con la Nueva Cervecería. Vivió en los altos del Cine América de
la calle Orinoco, donde durante los días de ocio escribía poesía y pintaba al
igual que lo hace hoy su hija malú, quien heredó la vena artística que
compensaba su árida condición de hombre de empresa.
Cuando investigamos un poco sobre su vida
para escribir el libro “La Electricidad de Ciudad Bolívar (80 años de
historia)” por encargo del ingeniero Alberto Manzini P., nos enteramos de su
afición por el arte de la poesía y la pintura.
Como artista plástico dejó una obra
importante que lo marca como continuador o enlace de la línea pictórica
angostureña que en 1830 había iniciado Emeterio Emazábel.
Esta obra integrada por 40 lienzos fue
inaugurada el Día del Artista Plástico (10 de mayo) en la Casa de las Doce
Ventanas, por el Dr. Oswaldo del Castillo, Rector de la Universidad de Guayana.
Pero la investigación, selección y organización de la exposición, incluso el
catalogo, la hizo el artista Joaquín Latorraca.
En esa exposición pudimos observar temas
religiosos, desnudos, flores, personajes, paisajes y retratos suyos. De su
padre José Roberto, el de su hija Malú cuando era quinceañera luciendo una
delicada mantilla española, y el de Roberto, hijo del doctor Fernando Huncal,
extinto esposo de Malú.
Joaquín Latorraca es un pintor
constructivista de la generación de artistas de los años sesenta, que nada
tiene que ver con la pintura representativa o figurativa y, por ello,
seguramente, a muchos extrañara el que se haya interesado en este caso por un
pintor que sigue la clásica tendencia del claro-oscuro con las variantes
singulares que le da la luz del trópico, pero he aquí lo que expresa el autor
del hallazgo:
“Nadie ha sabido explicarse qué tiempo
(Roberto Liccioni) le dedicaba a la pintura, pero el cuantioso volumen de obras
realizadas demuestra desde su primera obra Paisaje Invernal, sin fecha precisa,
que la pintura era su gran pasión. No hablamos, por supuesto, de un gran
artista ni pretendemos engañarnos, pero lo realizado, su dedicación a lo largo
de su vida y todo cuanto hemos indagado, denotan una época en la que no
existían testimonios de otro personaje igual o parecido, además del hecho
casual de haber sido el gran motivador y primer maestro de Aimée Battistini, la
generosa artista que cobijó en París a pintores venezolanos, con los cuales
fundó el llamado grupo de “Los Disidentes, fundamento que cambiaría la historia
del arte del país colocando a Venezuela en el arte mundial contemporáneo”.
Pues bien, ésta es una justificación
importante que contrarresta la crítica que se le pudiera hacer a Latorraca al
sacar a flote esta exposición. Pero lo que seguramente ignora Latorraca y esto
va a su favor, es que existía una especie de eslabón perdido en la línea de
continuidad individual de la pintura bolivarense que va desde Emeterio emazábel
hasta nuestros días cuando ha dejado de ser tradicional e individualista para
trascender en diversidad de búsquedas y conceptos que enrola a movimientos y
grupos importantes como el de la generación de los años sesenta afincada en las
tendencias de Aimée Battistini, Alejandro Otero y Jesús Soto. De esa generación
destacan pintores como el mismo Joaquín Latorraca, Luis Carlos Obregón, José
Rosario Pérez, José Félix Bello, Trino Pulido, Agustín Palma, Ramón Morales y
más recientemente Norelis Blanco.
Emeterio Emazábel, padre del Dr. José Maria
Emazábel, quien fue rector del Colegio Federal de Guayana, figura como pintor
angostureño en los años próximos a 1830 según se desprende de algunas
anotaciones de Alfredo Boulton en Historia de la Pintura de Venezuela y del
crítico de arte, Rafael Pineda, en la Historia Pintada. Emazábel figura junto
con el artista Pedro Lovera como contribuyente en la colecta de fondos para
erigir la estatua del Libertador en la Plaza Mayor de Angostura.
Emazábel participó con el Escudo de
Venezuela sobre porcelana en la primera exposición de arte plástica realizada
en Venezuela (1872), y en Caracas se encuentran lienzos suyos de tres
distinguidos prelados, dos de los cuales vinculados a Guayana: Ramón Ignacio
Méndez, quien fue diputado al Congreso de Angostura y Francisco Ibarra, primer
obispo de la diócesis de Guayana.
Pedro Lovera, hijo de Juan Lovera, pintor
de los próceres de la Independencia, vivió en Angostura en los años de 1840 y
de el son los lienzos de Simón Bolívar, Juan Germán Roscio, Francisco Conde,
Diego Bautista Urbaneja, Francisco Antonio Zea, Fernando Peñalver, José Tomás
Machado, Manuel Cajigal y Rafael Urdaneta que se hallan en la casa del Congreso
de Angostura.
Siguiendo esa línea continuó hasta 1905
cuando falleció Miguel Isaías Aristeguieta, quien además de pintor era
excelente fotógrafo. De el son las pinturas de Diego Antonio Alcalá, Diego
Ballenilla, Santiago Mariño, Juan Bautista Dalla Costa, Wenceslao Monserrate y
Ramón Isidro Montes, que se encuentran en la misma Casa del Congreso.
Había un vacío en el curso de esa línea
histórica, desde la muerte de este hijo del Orinoco hasta la aparición de
artistas como Aimée Battistini, Carmelo Castillo, Alejandro Otero, Jesús Soto,
Regulo Pérez, González Bongen, el indio guerra y otros. Pero ya vemos que de
manera furtiva la había continuado Roberto Liccioni, siguiendo los pasos de su
madre Elena Montaubam, quien también era aficionada a la pintura en la Caracas del Circulo de las
Bellas Artes que tanta repercusión tuvo en la historia de la pintura de
Venezuela y de donde descollaron artistas de la estatura de Manuel Cabré, Luis
Alfredo López Méndez, Rafael Monasterios y Armando Reverón.
Roberto Liccioni, además de pintor,
era un poeta y de el es este poema escrito sobre paleta de pintor, poco antes
de morir: Llénase de sombras el remanso y las garzas / como manojos de lirios /
levantan su vuelo / hacia el descanso.
Excelente nota Don Américo.
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